Entrevista

 

Una charla con Miguel Ángel Hernández Acosta

2020-08-11 21:03:42

"Misericordia" es un libro que genera un aliento de esperanza en medio de este confinamiento global del año 2020

 

 

 

Por Juan N. Becerra Hernández*

 

En 2018 se publicó el libro de relatos de Miguel Ángel Hernández Acosta, Misericordia, publicado en colaboración entre la editorial Librosampleados y la UANL. Libro de cuentos espléndido de principio a fin, que narra con nobleza y dedicación la condición humana, partiendo de la figura paterna y sus implicaciones.

Los relatos se ubican en un tono entre la melancolía, los afectos, las reconciliaciones, las emociones, el perdón y las tragedias de la vida muy bien narradas por la pluma del escritor mexicano Miguel Ángel Hernández Acosta. Misericordia está conformado por un conjunto de relatos que tienen caridad con sus lectores y que genera esperanza en época de confinamiento. Aprovechando los días de cuarentena platiqué con Hernández Acosta.

Juan Nicolás Becerra (JNB): ¿Cómo ha sido su paternidad en el confinamiento?

Miguel Ángel Hernández Acosta (MAHA): El confinamiento es como el dinero: no cambia a las personas, sino que potencia su personalidad. En este sentido, el encierro nos ha obligado a convivir con la familia más del tiempo acostumbrado y a conocer hasta nuestras más mínimas obsesiones (algunas de ellas pasan de detalles a incomodidades). Me casé muy joven y pasaron casi diez años para que decidiéramos ser padres, por lo que nuestro hijo fue alguien deseado y planeado.

Desde que él era pequeño he procurado estar con él, compartir algunos de sus gustos, inculcarle otros y mantener un cariño que no se olvide de nuestra relación padre-hijo (no amigo-amigo). Por ello, el encierro nos ha caído bien, aunque en ocasiones nuestras obsesiones han terminado por hacernos discutir y conocernos más. Por ejemplo, mi hijo es alguien que habla todo el tiempo, yo soy lo opuesto. Por ello, hay momentos cuando siento que el espacio donde estoy es invadido por su voz y me altera por completo (trabajo como corrector de estilo y la concentración me es necesaria).

Entonces, después de varias veces en que no he sabido qué hacer, hemos terminado por compartir música en inglés que a él le gusta y a mí me permite estar concentrado. Es decir, hemos mantenido la relación que teníamos, pero ahora tratamos de que nuestras manías y necesidades encuentren un cauce por el cual marchar juntas sin necesidad de salirnos de nuestras casillas.

Aunque diario está en riesgo esa aparente tranquilidad…

JNB: ¿Háblennos de la región Villa Ocaranza, que inspiro a ese relato de Misericordia?

MAHA: En mi infancia era famoso el hospital Dr. Fernando Ocaranza. Es un centro psiquiátrico ubicado a unos 30 kilómetros de Pachuca, Hidalgo. Si uno avanza por la carretera México-Pachuca es posible ver una especie de fortaleza o palacio al fondo de algunos pastizales. Si se atraviesa muy de mañana, en invierno, los sembradíos de alfalfa y la neblina que inunda el lugar causan la sensación de que aquello es algo irreal: un escenario fantástico, una hacienda fantasma o un castillo embrujado.

En Pachuca es un referente conocido para la población, y aunque de niño fui algunas veces acompañando a mi padre, mi recuerdo creo que tiene más de imaginación que de realidad. El cuento surgió hará unos diez años, cuando junto con un grupo de amigos quisimos hacer una antología de cuentos que estuvieran basados en utensilios o electrodomésticos y que nunca vio la luz. Por “mala suerte” me tocó la estufa y durante semanas le di vueltas al tema sin fortuna. Entonces leí a Sylvia Plath y me enteré de su lamentable suicidio (metió la cabeza dentro del horno de su estufa). Extrañamente, esta visión desencadenó la trama del cuento que se desarrolla en un manicomio y que tiene como elemento climático una estufa.

No fue sino cuando el cuento estuvo publicado y algunos amigos lo habían leído cuando comprendí que mis recuerdos debían tener algo de realidad, pues el manicomio que yo había imaginado basado en el que aparece en Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, era idéntico al que ellos decían haber recorrido en la adolescencia: el manicomio ahora conocido como Villa Ocaranza.

Si hubiera que confiar en mis recuerdos, yo sólo tengo en mente una lejana tarde en que mi padre me llevó al lugar, a una cabaña que había al costado y donde despachaba el administrador, y durante toda la tarde escuchamos discos de Antonio Aguilar mientras mi padre y su amigo tomaban Bacardí con Pepsi y yo me imaginaba un caballo prieto azabache.

JNB: ¿Qué emociones lo llevaron a conformar "Sábado Brasil"?

MAHA: A mediados de la década del 2000 tomé un taller de preceptiva literaria con Daniel Sada, quien era gran admirador de la literatura brasileña. Una tarde nos platicó sobre João Guimarães Rosa, uno de sus autores más admirados, y la visita que le había hecho Juan Rulfo en Brasil, de la que Sada sabía porque había sido becario del Centro Mexicano de Escritores cuando el de Jalisco era uno de sus profesores. Entonces busqué información, pero nada hallé.

Tiempo después, un amigo, Nahum Torres, al escucharme contar la anécdota me dijo que si no había registros yo debía de inventármelos. Así que empecé a imaginar cómo podría haber sido aquella visita. Muchos años después, Héctor Iván González me invitó a participar en una antología sobre Juan Rulfo que, desafortunadamente, tampoco vio la luz. El texto, para evadir ese mandato dictatorial que ha ejercido la Fundación Juan Rulfo sobre el autor y su obra no debía mencionar directamente al padre de Pedro Páramo. Entonces recordé aquella historia que Sada contaba…

Sin embargo, la historia libresca creo que está bien para una plática después de una presentación editorial, en torno a algunas cervezas, pero para que funcione como cuento debe tener un marco que permita que se inserte en un ambiente que sea cercano a un lector. Fue así como surgió la historia del niño que acompaña a su padre a Brasil para recoger un manuscrito mexicano que le fue entregado a Guimarães Rosa.

Debido a que las ediciones que tengo de Guimarães datan de finales de los sesenta cuando lo traducía Seix Barral pensé que la historia debía desarrollarse en esa época de dictadura brasileña, pero nada de lo anterior terminaba de darle forma al relato. Cuando estaba a punto de llegar la fecha fijada para entregar el texto al antologador, fui de visita a casa de mis padres y me puse a ver fotos. En una de ellas, supongo que de principios de los setenta, mi papá estaba junto a una alberca con un short muy corto y una playera como la que describe el narrador del cuento. Entonces visualicé la imagen de un joven, viendo la foto de su padre, y se me ocurrió la frase: “Estuve enamorado de mi padre hasta los 12 años, cuando murió”. La historia cobró forma.

Digamos entonces, que la emoción que me llevó a escribir ese cuento fue el arrobamiento de ver a mi padre en una foto vieja, siendo ya padre y siendo mucho más joven de lo que yo era cuando empecé a escribir la historia.

JNB: Para usted que es un hombre espiritual, ¿habrá que tocar las campanas para acabar con la pandemia?

MAHA: Al leer la pregunta pienso nuevamente en Ensayo sobre la ceguera y en esa escena cuando los protagonistas entran a una iglesia y todas las imágenes están cubiertas con un velo. Pienso también en Czeslaw Milosz y su “Canción sobre el fin del mundo” donde, a pesar de la belleza que despliega el entorno ya se está viviendo el final de la humanidad. Y, debido quizás a la edad, recuerdo la escena casi final de Ben-Hur donde el sacrificio de Jesús sirve para que se limpien los pecados del mundo y la enfermedad de la madre y hermana del protagonista. Quizás esto se debe a que estamos acostumbrados a pensar narrativamente y desde la dicotomía. Para hallar la solución al mal debemos enfrentarlo con el bien, y ese bien sólo puede provenir de un hecho espiritual, un hecho espiritual considerado por nosotros como bueno. Sin embargo, un solo hecho santo no basta, sino que éste debe hacer que todas las cosas encajen dentro de la realidad. Es decir, hacer que la trama conforme una realidad en donde todo tenga una significación. Por ello, cuando nos enteramos de un crimen, tratamos de hilar las causas con las consecuencias y si algo no encaja a la perfección, no estamos conformes. Justo lo contrario diría que es un hombre espiritual.

Un hombre de fe es alguien que cree en un milagro sin haberlo atestiguado, aquel que considera que el enfermo terminal un día despertará curado sin que haya razones para ello. Sin embargo, la espiritualidad, para mí, está concentrada en creer en la posibilidad de las cosas, de las religiones o de los dioses, siempre y cuando cuente con la intervención del individuo. Un hombre espiritual no necesariamente está apegado o cree en una religión, sino que tiene fe de que es posible que venga algo nuevo, algo diferente, pero a partir de una acción concreta que él realiza.

Tal vez, el ejemplo más simple viene justo de la religión: Dios no brinda las bendiciones porque sí, sino que debe de haber de por medio un rezo o una petición para que las otorgue. El hombre de fe sólo creería en Dios, pero el hombre espiritual, aparte, hace algo para convencerse de esa fe. Un enfermo que cree en la ciencia no se cura por el simple hecho de confiar en el doctor, sino que debe tomar la medicina para obtener la sanación; una persona que quiera alcanzar un objetivo no es suficiente que lo escriba mil veces en una libreta, sino que debe trabajar a diario para conseguirlo (a menos, claro está, que sea primera dama en Veracruz y sepa que merece abundancia).

Es decir, concibo la espiritualidad más cerca del hombre que de aquello llamado Dios, entidad superior o religión.

JNB: ¿Qué valores destacan de Cruz y Gómez?

MAHA: Pienso que Cruz y Gómez tiene su base en los deseos de venganza del lector. La historia que habla de este matarife que se aprovecha de un asesino, es la lucha contra esas personas que basan su autoridad en el temor, es el enfrentamiento de alguien que no es completamente bueno contra alguien que no es completamente malo.

Además, plantea una venganza que transforma las monstruosidades del agresor en su peor enemigo, pues el protagonista no ejerce la venganza y se mancha las manos, sino que sólo planea el entorno donde las obsesiones y defectos de Cruz y Gómez habrán de autocastigarlo.

Por lo tanto, no creo que haya algún valor que destacar de la historia, sino más bien un oscuro anhelo de poder vengarnos (así sea mediante la lectura) de aquello que nos hace daño, pero sin rebajarnos a su nivel.

JNB: ¿Cuál o cuáles ingredientes recomienda para un buen matrimonio? Además de un presentimiento.

MAHA: De saberlos, escribiría un libro y tal vez me haría millonario. Jejeje.

Fuera de esos lugares comunes a los que se recurren cuando se felicita a los recién casados (mucha comunicación, no se duerman enojados, no inmiscuyan a la familia en los asuntos de pareja), no podría agregar gran cosa.

El matrimonio es una constante amenaza de bomba. Puede que la pareja se sienta por completo feliz y al siguiente instante se divorcien. Pienso, por ejemplo, en aquella pareja que formaban Niurka y Juan Osorio. Un día los entrevistó Brozo y presumieron lo buena pareja que eran y las infinitas veces que tenían relaciones sexuales durante una semana. “Aráñame, papi”, ella susurraba a todas horas al oído del productor de telenovelas, según confesó en la televisión. Dos días después, anunciaron su divorcio.

Los matrimonios, creo, son así. Atreverse a sugerir un ingrediente, sería olvidar los otros tantos cientos que condimentan esa relación de pareja. Sería, quizás, encender esa bomba que nos estallará en las manos mientras nosotros creemos estar dando buenos consejos.

JNB: ¿La misericordia solo es necesaria en la familia?

MAHA: “Misericordia” proviene de “miseria del corazón”, pero no miseria en tanto pobreza, sino en tanto capacidad de compadecerse del otro en cierta medida. A lo mejor hoy se ocuparía la palabra “empatía” como una especie de sinónimo.

La misericordia sí es condolerse por el otro al ponerse en su lugar, pero también es ser capaces de entender que hay situaciones que escapan de nuestro entendimiento y no por eso debe dejar de haber esta empatía con el otro. Por lo mismo, la misericordia tendía que ser un ingrediente de la vida social, no como un regalo al otro, sino como una necesidad para aceptar y comprender al otro.

JNB: ¿Qué son los afectos para usted?

MAHA: Son esos sentimientos que tengo por las personas que quiero. ¿Quiénes son las personas que quiero? Aquellas que me he topado en la vida, con quienes coincido y tengo alguna complicidad, y con quienes puedo estar en silencio o a la distancia por varios minutos, horas, y seguir sintiéndome acompañado.

JNB: ¿Qué tradiciones y herencias de vida ha adoptado de su madre y de su padre?

MAHA: La lista sería interminable. De mi madre: el gusto por la comida, aunque nuestras sazones sean diferentes; la manía por tener todo planeado; el poco afecto por las fotografías; la obsesión por el acomodo del cajón de los calcetines; la enfermedad que significa ser obstinado por la limpieza corporal y el odio por que se me arrugue la ropa. De mi padre: el gusto por la música de arrabal, mi predilección por la garnacha, la manía de tener las uñas muy cortas y el no poder beber sin escuchar ciertos discos y estar comiendo ciertas botanas.

JNB: Por último. ¿Cómo se prepara un buen jaibol y como se disfruta más?

MAHA: Bebo por el gusto de hacerlo, más que por el sabor de la bebida. Así, lo mismo me da tomar una cerveza, que un coñac o un whisky. Sin embargo, por educación sentimental, adoro los jaiboles, pero los preparo de forma descuidada: a un vaso jaibolero le pongo dos hielos, un poco de jugo de limón, sirvo ron para que cubra los dos hielos y agrego coca y agua mineral, si voy empezando, y sólo coca si ya llevo más de cinco. Tengo amigos que los preparan quemados, y sólo por provocarlos, después de que se han esforzado porque los ingredientes no se revuelvan, yo los mezclo en cuanto me pasan el mío, pues lo importante es lo que vendrá.

¿Cómo se disfruta más?: sin duda, acompañado, con una plática interesante, botana que no se acabe y muchas risas. Incluso hay ocasiones en que me permito un cigarro, no por el hecho de fumar, sino porque hay estereotipos, recuerdos, que uno debe cumplir, y es imposible escuchar a Víctor Yturbe Pirulí sin un jaibol en mano, un cigarro en la otra, cantando suavecito y soltando, de vez en cuando, un “quieeeerrrrrrooooo”.

 

 

*Juan N. Becerra Hernández (1971). Bibliotecario relativamente lector. Intenta fomentar la civilidad a través de la lectura. Colaborador en Radio y Medios Digitales.

Revista Desocupado